Autor: Christopher Carballo

  • Entre el suicidio forzado, el derecho a una muerte sin dolor y el encarnizamiento terapéutico

    ¿Cuál es el lugar que el derecho a una muerte digna y sin dolor ocupa dentro de nuestros reclamos por vidas que merezcan ser vividas?

    El estudio “The Impact of Economic Austerity and Prosperity Events on Suicide in Greece” publicado en la British Medical Journal examina las causas del aumento de hasta 35% en la tasa de suicidios en Grecia durante la crisis de la deuda soberana y el producto del estudio vincula que las políticas de austeridad aplicadas por el gobierno de ese país resultado del chantaje al que el Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo le han sometido y que se han traducido en un recorte en los salarios, pensiones e inversión social, aumento exponencial y sostenido del desempleo, desalojos, pérdida de seguridad alimentaria, escasez de medicamentos y otros productos de primera necesidad y un recrudecimiento de las ya de por sí limitadas condiciones de vida de los sectores helenos más desposeídos.

    La narrativa del fracaso personal

    Desde la Modernidad la narrativa occidental ha construido la muerte como un acontecimiento vergonzoso, separado de los procesos vitales, en contraste con el sentido común instalado durante la antigüedad clásica, el mundo antiguo más allá del Mediterráneo y hasta etapas tempranas del Imperio Romano, donde la muerte incluso se ensayaba. Ejemplo de esto es el retrato que consta en El Satiricón de Petronio, donde Trimalción, durante uno de los banquetes que organiza, le hace saber a sus invitados cuáles serán las características de su ritual mortuorio y de su tumba.

    En palabras del historiador francés Phillippe Aries, hoy bajo el esquema neoliberal es la narrativa del fracaso la que organiza los significados que se asocian a la muerte, símil de los discursos que ven en la condición de pobreza el resultado de una serie de decisiones equivocadas, derrota personal, falta de pericia y hasta ocio exacerbado.

    Bajo estas coordenadas, la pretensión de suicidio multiplica la penalización social que pesa sobre quien ante circunstancias hostiles valora y lleva a término la posibilidad de poner fin a su vida con sus propios recursos. La idea del fracaso dentro del esquema neoliberal, entonces, es común a la muerte y a la pobreza; en contextos como el griego, que condensa ambos elementos, podría afirmarse que ante la eliminación masiva de toda posibilidad material viable de satisfacer las necesidades más básicas, el suicidio se convierte en la única alternativa, lo que pone en cuestión la condición de deliberación y voluntad que se le asocia,  acercándole así al asesinato, una forma ampliada de suicidio inducido.

    El fracaso acá adquiere dimensiones estatales y pandémicas. El suicidio forzado y masivo deviene en mecanismo de arrasamiento; a las víctimas se les asigna el lugar de chivo expiatorio, el sistema funciona sacudiéndose responsabilidades, negando su condición estructural y avasalladora.

    Distanciamientos de forma; encuentros de fondo

    Igual que el suicidio se piensa como el extremo de un continuo de errores individuales, la muerte de un paciente en estado de gravedad ingresado en una Unidad de Cuidados Intensivos, no es otra cosa que el testimonio de la derrota individual de un cuerpo y una vida frágiles e insuficientes, incapaces de resistir su diagnóstico a pesar de los esfuerzos mesiánicos del ámbito hospitalario. La muerte no acontece hasta tanto no se hayan agotado todos los recursos, con excepción de aquellos que buscarían una muerte digna y sin dolor, puesto que la institución médica se ha decantado por el encarnizamiento terapéutico o distanasia.

    No hay que perder de vista, entonces, que todo protocolo terapéutico enmarcado dentro de los procedimientos propios de las Unidades de Cuidados Intensivos, es invasivo y posee un potencial elevado de provocar efectos secundarios que menoscaban la ya de por sí minada calidad de vida del paciente ahí ingresado, incluso si consigue ser dado de alta.

    Cuando una persona que vive con  fibrosis quística pide se le aplique un protocolo de suicidio asistido, casi siempre inexistente, puesto que su formulación sería ilegal en la mayoría de Estados, aparece la retórica del “no te rindás”, “tenés mucho por delante”, “no perdás la esperanza” —así el sistema se haya encargado de suprimirlas todas o el pronóstico augure un agravamiento irreversible de la condición del paciente—. Estas son las contradicciones que anuncian la sentencia: “vos sos responsable de lo que pase después, tenés en tus manos la decisión de aferrarte o soltar la misma mano que te orilló hasta el punto de no retorno y por lo tanto, si optás por lo segundo, serás responsable de tu propia muerte, de tu fracaso”.

    La omisión o ausencia de cuestionamiento hacia la “obligación de vivir”, no solo niega que el derecho a una muerte sin dolor es constitutivo del derecho a una vida digna, sino que de fondo provoca que la muerte se perciba como ajena a la vida. Por ejemplo, esto genera que en pacientes con enfermedades degenerativas como la fibrosis quística y cuya prognosis no arroja señales de mejora, su vida se vea invadida por múltiples aditamentos que generan incomodidad y aumentan el dolor y sufrimiento sin que de aquella intervención se espere alguna respuesta favorable, todo en desmedro de las alternativas a la distanasia, como la eutanasia pasiva y la ortotanasia que tienen en común la suspensión de todos los procesos desproporcionados, conservando activas las medidas habituales y paliativas de aseo y reducción del dolor.

    Ahora bien, no hay que pasar por alto que en tanto en el escenario griego la precariedad se profundiza mediante políticas de austeridad y de acumulación por desposesión que hacen de la propia vida un lugar inhabitable, en el encarnizamiento terapéutico la operación superficial es inversa, se interviene de forma excesiva y desproporcionada sobre un cuerpo con tal de prolongarle una vida igualmente inhabitable. Por el fondo, la forma ampliada de suicidio inducido y la obligación de vivir, no son contradictorias, sino que comparten un objetivo común: conservar el corte entre vida y muerte, de tal forma que se dificulte visualizar la dimensión estructural que tutela y direcciona ambas técnicas, colocando el énfasis en un simulacro: la derrota individual.


    La necropolítica del fracaso: una forma de gestionar la vida

    En “¿Qué es un campo?”, Giorgio Agamben afirma que la Modernidad —la misma que provoca el cambio de sentido en torno a la muerte e introduce la noción de fracaso— es inaugurada por el campo de concentración. Auschwitz hoy está en todas partes, es decir, que el campo de concentración es global gracias a que sus métodos se han actualizado, tornado más insidiosos e invasivos. De fondo siempre ha estado operando una forma específica de producción de lo humano como un lugar móvil a partir de lo no-humano y lo cuasi-humano. En ese sentido, ciertas vidas despojadas de su status político, de la condición misma de humanidad, no son dignas de llorarse, la muerte de mayorías empobrecidas se construye como si nunca ocurriera.

    En esta misma dirección apunta el pensador camerunés Achille Mbembe, quien acuña el término necropolítica que grosso modo describe una serie de técnicas de gobierno y de gestión de la vida que crean las condiciones que le permiten al poder deshacerse de sus propios excesos, de esos cuerpos y vidas que ya no le sirven sin necesidad de aniquilarlos, basta con privarles de su nombre, de su humanidad, de su rostro, del derecho a su propio cuerpo; en otras palabras, ya no hay que asesinarles, es más efectivo dejarles morir y luego volcar sobre ellos la responsabilidad por su muerte.

    De la misma forma en que se multiplican las posibilidades de dar muerte —al tiempo que se complejizan y tornan más sutiles y efectivas—, se descentraliza la necropolítica del Estado, evidenciando que los poderes fácticos también funcionan bajo este esquema, la muerte y sobre todo la muerte en vida son su combustible. Phillipe Aries en las últimas páginas de su “Historia de la muerte en Occidente“, plantea que el moribundo hace parte de ese conjunto de cuerpos reducidos a la vida desnuda, es decir, que no tienen frente a ellos ningún revestimiento político que les proteja de convertirse en objeto clínico, en un mal ejemplo que debe ocultarse, pues augura una vergüenza mítica, que si no se gestiona de forma adecuada, pondrá en evidencia las limitaciones y crueldad de la distanasia y el universo simbólico fundado sobre ella.

    El moribundo compartirá la misma fosa común con las víctimas de la guerra económica, con las personas trans centroamericanas que a razón de la precariedad y empobrecimiento severos apenas sobreviven un promedio de 35 años, con los miles de adultos mayores que resultado del abandono, el descuido e incluso el maltrato físico y psicológico al que se ven sometidos, son orillados al suicidio, destino y motivaciones similares a los que corren infantes intersex, gays, lesbianas y trans. Como la técnica necropolítica en el campo de concentración global se aplica sobre existencias fastasmáticas, sin correlato material o sobre la vida reducida a pura convergencia biológica, no se reconoce como tal y hasta se considera necesario para la preservación de cierto orden, el dolor y la deshumanización que provocan la tortura, el encierro, la desnutrición, el trabajo esclavo, las violaciones correctivas o la mutilaciones genitales resultado de un protocolo de gestión quirúrgica de la intersexualidad. Y a pesar de ese status de zoe, o más bien a razón de este, muchos de estos cuerpos se hayan atrapados en un régimen soberano: su vida no les pertenece, pero tampoco les pertenece su muerte.

    Entonces, cuando el filósofo italiano afirma que el campo de concentración es la norma y no la excepción, se refiere a que este nunca estuvo limitado a un espacio físico localizado ni a un régimen abiertamente eugenésico: la figura del campo de concentración deviene en una técnica necropolítica que es perfectamente compatible con las democracias liberales, funcionales a la prerrogativa del encubrimiento que se asiste de la narrativa del fracaso.

    Vidas inhabitables e imposición

    La intención de la pregunta con la que inicia este ensayo, y los cuestionamientos que se formularon en el camino alrededor de elementos que en principio aparentan ser contradictorios o mutuamente excluyentes, es colocar en el centro la siguiente afirmación: la muerte no es ajena a la vida, es parte de los proceso vitales y, por lo tanto, hacer de la vida un lugar habitable amerita preguntarse por la propia muerte, un cuestionamiento a la obligación o imposición de vivir, prerrogativa que en múltiples circunstancias niega el derecho a una muerte digna y sin dolor.

    El suicidio entonces, debería ser una alternativa liberadora y voluntaria, no un suplicio ni el desenlace inevitable de un continuum de violencia como es el caso de miles de infantes y adolescentes LGBT, adultos mayores, personas con discapacidad y con ciertos diagnósticos o de mujeres y hombres condenados a la miseria, víctimas de guerra económica bajo el paradigma de la austeridad, donde el estado de excepción se expresa en forma de despojo y acumulación por desposesión, costando la vida de miles en Grecia.

    En esa línea, cuestiones como el suicidio asistido, la eutanasia, la ortotanasia, así como la democratización de las condiciones que hacen posible la vida, el desmantelamiento del encarnizamiento terapéutico y la ampliación de la noción de suicidio inducido, de tal forma que se contemplen múltiples variables que menoscaban la voluntad y hacen del suicidio un asesinato, tendrían que ser un debates superados; no debería negársele a nadie su derecho a elegir cuándo finalizar su vida, del mismo modo que el suicidio no debería bajo ningún concepto devenir en asesinato y el Estado tendría que hacerse responsable tanto por todas aquellas personas que deja por fuera, como por quienes estando dentro, padecen la peor de sus facetas.