Detrás del término hay una realidad compleja a la que seguimos dándole la espalda.
El año pasado, luego de que una persona con un beneficio penitenciario fuera detenida por cometer, presuntamente, un nuevo delito, el Presidente de la República ante una pregunta de la prensa —al hilo de una serie de decisiones ordenadas al Ministerio de Justicia y Paz por el Poder Judicial para que fueran reubicados privados de libertad en el Programa Semi-institucional, dados los altísimos niveles de hacinamiento que había entonces— respondió que no era posible, a partir de casos puntuales, hacer generalizaciones.
El presidente utilizó una expresión popular, usada por cierto, por Miguel de Cervantes en El Quijote y que, con algunas variantes, también se emplea en el idioma inglés (one swallow does not make a summer): “una golondrina no hace verano”. La frase, que tenía todo el sentido del mundo, fue descontextualizada en aquel momento; se hizo creer que el jefe de Estado frivolizaba con su respuesta la criminalidad o, cuando menos, un hecho específico de violencia.
Los números hablan
No importaba que el grupo de personas reubicadas en su inmensa mayoría estuvieran aprovechando la oportunidad de pasar al régimen de confianza —de 1500 trasladadas menos del 2% regresaron a prisión por incumplir las condiciones impuestas—. No importó que la medida fuera una orden de los juzgados de ejecución de la pena y no una disposición unilateral del Instituto Nacional de Criminología o, menos aún, de la ministra de Justicia. Tampoco importó que el régimen semi-institucional fuera una modalidad de cumplimiento de la sanción que existe en todos los países democráticos, absolutamente necesaria para darle contenido al fin rehabilitador y progresivo de la pena. Ni que se haya utilizado siempre. Por ejemplo, según datos de la Dirección General de Adaptación Social, en el periodo 2010-2014 se reubicaron casi 7000 personas; de 2002 a 2006, cuando la población penal era de 7748 —casi la mitad de la que tenemos actualmente— al Programa Semi-institucional pasaron cerca de 2500 sentenciados… es más, en los apenas 11 meses que fue ministro, (entre julio de 1996 y junio de 1997) un abogado que hoy suele atacar a Justicia y acusarnos, falsamente, de hacer liberaciones masivas, ingresaron al régimen de semi-libertad alrededor de 400 personas. Esto cuando la tasa de encarcelamiento era de, más o menos, 100 personas por cada 100 mil habitantes… no 351 por cada 100 mil, como pasa en 2017.
La respuesta del presidente Solís fue la más sensata. Frente a órdenes judiciales y atendiendo a una situación que comprometía el respeto de los derecho fundamentales de un grupo de personas, no era serio ni responsable generar alarmas por eventos aislados que no reflejaban, ahí sí, el desenvolvimiento mayoritario de los beneficiados. Desde entonces, lo de “golondrinas” sigue desfilando por redes sociales y en otros espacios para referirse a quienes delinquen o, más bien, para referirse a alguna gente a la que se le atribuye ciertos delitos. Las “golondrinas” son hoy los “chapulines” de los 90 (así se llamó a un grupo de muchachos menores de edad que robaban en San José por aquella época).
Hace unas semanas, en un accidente de tránsito, fallecieron 4 ciclistas, la causa se investiga en sede judicial y será allí, desde luego, donde se determine la responsabilidad del sospechoso. Sin embargo, hubo algo en las reacciones por lo sucedido esa madrugada que me escalofrió porque reflejaba cómo construimos las dinámicas sociales y sobre cómo los valores y principios palidecen según a quién tengamos al frente, según quién sea el otro. Pese a la indignación, la rabia y el estupor que produjeron la muerte de estas personas no leí, por ningún lado, que alguien se refiriera al detenido, un hombre joven, profesional y conductor de un carro caro, como una “golondrina”. Claro, no lo había entendido.
¿Quiénes son, entonces, las golondrinas?
Las “golondrinas” no son todos los que cometen delitos, las “golondrinas” no son los políticos sentenciados por actos de corrupción, las “golondrinas” no son los médicos o los religiosos que han abusado sexualmente de quienes confiaron en ellos, las “golondrinas” no son los abogados que han estafado a sus clientes. No importa que todos sean, formalmente, delincuentes, las “golondrinas” tienen un perfil muy preciso, los pobres, los adictos que vienen de los sectores más carenciados, los que cometen delitos de pobres como robar o vender drogas al menudeo, los chapulines de hace 20 años. Las “golondrinas” son, en el fondo, el modo para deshumanizar, para despojar de humanidad a gente que proviene de ciertas clases sociales que nos resultan incómodas.
Cómo nos va a interesar dar una solución a quienes, sin que eso funcione como justificación, pero sí como explicación, han tenido menos acceso a los bienes económicos, culturales, políticos y simbólicos. Cómo vamos a reconocer que, como escribía Owen Jones, nuestra profunda injusticia social daña a las personas, y este daño puede manifestarse en formas que dañan a otras personas en un círculo perverso de más inequidad e injusticia.
Lo hemos dicho ya, el 60% de las personas que ingresan al sistema penitenciario son condenadas por delitos asociados a marginalidad. Esos delitos merecen una consecuencia. Pero no es razonable negar la evidencia empírica; probablemente, con una estructura social más justa muchos de esos delitos no se habrían cometido.
Cuando a Cecilia Sánchez se le critica, en redes sociales o desde los púlpitos mediáticos de algunos personajes de nuestra fauna josefina, por el enfoque que ha dado al Ministerio de Justicia y Paz, más allá de que, desde luego, cualquier política pública sea mejorable, el cuestionamiento, en verdad, es por haber visibilizado la realidad que se esconde tras los barrotes y los módulos de nuestras vetustas cárceles. Es por haberle puesto cara, y muchas veces nombre, a quienes pueblan los centros penales. Es mucho más sencillo, más para un pueblo cristiano y creyente como el nuestro, desembarazarse del producto de una sociedad injusta, de la que no solo el Estado es responsable, situando en una categoría de menor humanidad, de menor parecido a mí a aquellos que resultan, especialmente, incómodos, desagradables, feos y lombrosianos. Es mucho más sencillo cargar sobre sus espaldas todos los prejuicios y etiquetamientos sociales para lavar nuestras conciencias de cualquier resquicio de responsabilidad colectiva. Es mucho más sencillo, a lo sumo, construir más espacios penitenciarios, por cara que también sea esta salida, y apilar como carne a esos desagradables.
De la desigualdad al odio y el reduccionismo moral
Pensar que si aspiramos a que no haya reincidencia, el único camino posible es generar condiciones dignas para que los que, definitivamente, deben ser prisionalizados no quieran, al salir, volver a dañar a los demás, es cosa de sentido común. Esta comprensión pasa, en primer lugar, por admitir que muchísimos de quienes llegan a las cárceles no son solo malas personas por haber infringido la ley son también el producto de una sociedad injusta.
A propósito de Owen Jones, un joven historiador inglés, es imposible no relacionar el tema de las “golondrinas” con su libro Chavs: la demonización de la clase obrera (2011). Jones retrata cómo en la sociedad británica la clase trabajadora –chavs— se fue convirtiendo, progresivamente, a partir de los 90, en objeto de miedos y rechazo, aupada por los medios de comunicación y algunos políticos de turno se acusa a los sectores más desfavorecidos de la sociedad de ser culpables de su propia situación por vagos, adictos, irresponsables, malagradecidos y viciosos. En una entrevista publicada el 20 de mayo de 2014 en eldiario.es Jones dijo: “la desigualdad se racionaliza y justifica con la idea de que los miembros de las élites merecen estar donde están porque son más listos y trabajan más, mientras que los que están por debajo merecen estar ahí porque son estúpidos y vagos. Cuanto más desigual es la sociedad, más necesitas demonizarla para justificarlo”.
No promovemos que se evadan las responsabilidades por actos contrarios al ordenamiento jurídico, pero si nos dejamos atrapar por las voces que entonan el odio y el reduccionismo moral, estaremos racionalizando y normalizando resultados que son producto, fundamentalmente, de una sociedad injusta y fragmentada. Cada vez que alguien hable de las “golondrinas” de la ministra, tengámoslo presente, no solo se está reprochando al que cometió una falta, algo por supuesto legítimo, se está ocultando la realidad, bastante más compleja, que explica por qué la gente que entra a la cárcel es mayoritariamente pobre. Pero, claro, qué interés habría de cambiar el estado de cosas, de admitir que no todo tiene que ver con méritos individuales sino con condiciones estructurales, si la reacción es arrancarle la humanidad a los incómodos y convertirlos ayer en chapulines, hoy en golondrinas.